miércoles, 19 de mayo de 2010

AVE DE LUZ

Hoy es un día para honrar aquello que nos demuestra que la oscuridad alguna vez tiene que ceder. No puede llover todo el tiempo, y el horizonte junto al amanecer, comienzan a ser claros. Con esto, comparto un extracto de mi nuevo libro "ARENA BLANCA SOBRE HIELO"



MI AVE DE LUZ

¿Es acaso esto…

(un largo suspiro mientras abarco la inmensidad)

Un gran océano?...

¿Es acaso esto, algo tan inmenso?
Una substancia que nos rodeará por completo,

cortándonos la salida.

Tal como lo había soñado,

¡así como aún lo deseo!

¿Cómo fue que pudimos llegar tan lejos?

– Le pregunté al viento que merodeaba por mis orejas,

mientras sentía como la Arena Blanca corría por mi rostro, deslizándose a través de mis labios…

Pero, aquella herida inmediata,

¡tan profunda!,

provocada por esa masa de aire descontrolada,

¡celosa de mí y mi fortuna!,

de poseer la semilla de tu ilusión,

dejó que mi cuerpo se desangrara, lentamente,

¡en pleno abandono!,

sin abrazos para despedir la última gota de vida,

sin una caricia bajo el mentón,

y con el susurro constante de una estrella en agonía.

Pero nunca así, pudo verter todo el amor que sentía dentro.

¡Toda esa maldad eólica!, ¡nefasta!, a propósito…

Sólo porque el calor de tu mano (apretando fuertemente la mía), bloqueaba todo los embates para derribar nuestras sólidas esperanzas.

¿Qué le habíamos hecho al mundo?,

¡salvo unir nuestras almas!...

Y tus ojos brillaban increíbles,

tanto como para atenuar el pánico,

que inevitablemente, se apoderaría de mí,

cuando ya la fuerza de mis manos no pudieran sostenerte, nunca más.

Tú allí; la presencia poderosa…

Me tranquilizaba el verte,

un simple talismán, como un ronroneo de nuestras sonrisas felinas.

Ningún miedo, ¡ninguna duda!,

se atrevía a romper en mil pedazos,

tantas de las promesas que siempre pendieron al vacío,

dentro de este acantilado que ya, casi nos puede morder los pies.

Al parecer,

se deslizaron algunas lágrimas por mi rostro.

Llegaron a mojar el velo que te cubría las piernas,

y creí así, oler por primera vez la fragancia de la paz…

No dudé en colocarme de rodillas, frente a ti,

¡con gran esfuerzo!,

pero con ferviente hidalguía.

Sólo una mirada bastaba,

algo suave como la comisura ascendiente de tus labios sedosos,

podría secar la lluvia cálida desde mis ojos temerosos.

¡No había límites!

Podíamos maquillar el romance a nuestro antojo.

Hablé del miedo profundo que me oprimía,

mientras nos abrazábamos sobre el borde del vacío,

que comenzaba a desmoronarse, con cada pedazo de tierra colapsando, de la base que siempre nos sostuvo.

Quise recitar aquel canto que compré al cielo por la módica suma de mi redención,

pero el silencio se había retirado acobardado por el océano que comenzaba a crecer en furia,

con olas y golpes furiosos contra nuestra isla pequeña y esbelta. Y así, se llevó mi voz…

Insistí en cantar,

a pesar del escenario adverso,

pero tus labios me besaron repentinamente,

tratando de sepultar el sonido gutural de mi respiración, para prolongar en algo, lo que me quedaba de vida...

¿¡Qué importa el huracán!?

¿¡Qué importa ese cielo lleno de relámpagos!?

¡Que traigan todos los desastres de los diversos reinos!

Cuando ese beso hizo del rubor mi gloria

(tuve que tocar mis labios para convencerme),

tuve que recobrar la noción de la complejidad de haberte obsequiado mi alma dentro de esas flores,

que nunca parecían marchitar.

Decías que éramos indestructibles,

y con esa aseveración,

tu don de pacificar todas las aguas inquietas de mi mente, se fortalecía…

De dónde provenías o pertenecías,

nunca me quedó del todo, muy claro.

Nunca te había visto antes en mi vida,

pero apareciste allí, para darme cobijo en la tormenta.

Yo, aún arrodillado,

comenzaba a sentir el letargo invadiendo mi carne,

la sangre ya parecía abandonar por completo aquellas venas cansadas, y flaqueé…

¡Ja!

Rápidamente, me cogiste en tus brazos,

evitándome la caída al abismo por peso propio.

Tus brazos me acunaban tal como una madre mece a un hijo que ha nacido muerto.

¡Un sollozo!,

cuando te quedaste con la canción que compré al cielo…

Levanté la cabeza, antes.

Deseaba mirarte por última vez,

pero el pánico y la oscuridad,

se apoderaban de mis pensamientos,

jalándome definitivamente hacia el risco y a los brazos enormes del océano.

“Dulce, dulce sueño…

Has de ver cómo en ángel, me vuelvo.

Dulce destino, cuida mis alas que abandono mi amor divino.

Dulce romance, no te veré más, aunque este dolor me traspase.

Ave de luz, ave de luz, ave de luz”

Finalmente,

el manto sofocante de la muerte llegaba.

Me depositaste sobre el suelo con extremo cuidado,

un último: - te amo, amortiguó mis brazos abiertos.

Y así, vi tu figura lanzarse al acantilado…

Un par de minutos,

entre la condensación del silencio, que humedecía los vestidos pálidos del deceso,

creí percibir unas alas vigorosas abatirse,

¡imponentes!, despegando en un vuelo majestuoso.

Podía saborear la luz que irradiabas en mis labios rigidizados, tan intensa, tan libre…

¡eras un Ave de Luz!

Sobrevolaste mi rostro inerte, muchas veces,

y los besos cogían el tren de la eternidad con cada destello de tu energía luminiscente,

terminando así, los últimos minutos de mi vida.

¡Debo decir que estoy agradecido!

Por el paraíso de haberte tenido dentro de mi alma.

Millones de soles aparecieron para acompañarte en el luto, te cubrieron la desnudez por un instante,

y con gran destello, te consumieron para sí.

Y así, fue como te perdiste en el horizonte…

Volando a través de la densidad que une al universo con el rostro de una estrella y un eco del latido de vuestros corazones… ¡Eso significa sembrar el amor mutuo!

Un horizonte iluminado que se superpone a cualquier ángulo del sacrificio.

El paraíso y el fruto que crecería dentro de nuestras almas, que ninguna muerte podría alcanzar jamás.





M

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